La velocidad del amor by Antonio Skármeta

La velocidad del amor by Antonio Skármeta

autor:Antonio Skármeta [Skármeta, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1989-01-01T00:00:00+00:00


El match había empezado con pavorosa puntualidad, y casi no di crédito a mis ojos cuando vi el marcador. Sophie perdía por dos games a cero. Si para un aficionado es grave que le quiebren el servicio en los primeros minutos, para un profesional es mortífero, sobre todo tratándose de una final. La rival era norteamericana y se paseaba por la línea de fondo cual leona que con su sola presencia intentaba crear terror. No mascaba chicle, pero hacía como. Al sentarme en el banquillo junto a la condesa, Sophie quedó tan paralizada mirando en mi dirección, que su rival, que se aprontaba a servir, detuvo su acción, puso las manos en la cintura, y desvió la vista con el rumbo que Sophie señalaba. En diez segundos tuve los ojos de todo el estadio encima, e incómodo, fingí ajustarme sobre el cuello una corbata imaginaria.

Chasqueé los dedos, pretendiendo una humorada, a ver si conseguía sacar a la princesa de la instantánea ausencia en que había sucumbido. ¿O había algo teatral en su actitud, o estábamos a punto de un escándalo parecido al de Berlín? El juez tuvo que intervenir.

—¿Señorita Mass?

Recién entonces, fue lentamente hasta su posición tras el rectángulo derecho y se agazapó para responder al saque de la americana. Lo hizo con la picardía que me era familiar. Love-fifteen, dijo el árbitro.

—Bienvenido, doctor —se alivió la condesa—. ¿Dónde se había metido?

—En mi cuarto. Tuve una noche terrible.

—¿Por qué?

Aplaudí junto al público el segundo punto de Sophie. Ahora le soplaba a favor el viento de la desventaja. Nada le gusta tanto al espectador de tenis que sacar a flote con su estímulo a un náufrago.

—Nocte dieque incubando.

Diana me alcanzó un frasco marrón y me indicó con un gesto de la mandíbula que leyera la etiqueta. Era un somnífero de alta potencia.

—Anoche tuve que darle esto a mi hija para que la pobre pudiera dormir. Estaba irritable, desesperada, como una loca.

—¡Dios mío! ¿Por qué no me llamó?

Aplaudimos juntos el game.

—Ahí está el problema, doctor. Porque anoche el remedio hubiera sido peor que la enfermedad.

—No comprendo.

—Tengo la impresión de que Sophie está enamorada de usted, doctor.

—Me encantaría disfrutar esta final sin oír sandeces, condesa Von Mass.

—Enamorada, y no platónicamente, si me entiende lo que le quiero decir.

—Por suerte no, madame.

—Anoche quería ir a golpear su puerta. La detuve encerrándola en mi habitación. Al final, durmió en mi lecho.

—Son interpretaciones antojadizas suyas.

—Ya le previne una vez, doctor Papst, y ahora más que nunca le conmino a obedecerme. Separe el terreno profesional del afectivo.

—Es lo que hago —grité, siendo acallado milagrosamente por el público que celebró el game del empate para Sophie.

Diana se tomó el heroico botón de su blusa, y lo abrió, y lo cerró, y lo abrió otra vez.

—Si tiene alguna urgencia, doctor… París está lleno de bellísimas mujeres.

—Le pido comprensión. Estoy casado.

—Casado, pero no enamorado.

—Beg your pardon?

—Sospecho que usted está más enamorado del dinero del barón Von Bamberg que de su mujer.

Por un momento tuve que despegar los ojos del match para mirar colérico a la madre.



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